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jueves, 24 de noviembre de 2016

Noviembre2016/Miscelánea. EL PÁJARO DE SAN JUAN EN LA IGLESIA DE LOS SANTOS JUANES DE VALENCIA

EL PÁJARO DE SAN JUAN
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Vicente Blasco Ibáñez relata en su novela “Arroz y tartana” una leyenda que, más que leyenda, es un drama vivo y real de las gentes de Teruel que ya en aquella época bajaban al “reino” en busca de acomodo o forma de vida para sus hijos.   De Aguilar de Alfambra, como un Águila,  voló en busca de un futuro mejor el padre de don Vicente Blasco Ibáñez. De aquí eran natural el padre y le acompañaba su mujer que era también aragonesa, pero natural de Calatayud. El hijo, Vicente, ya nació en Valencia.
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LA LEYENDA
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“En época pasada, aunque no remota, el Mercado de Valencia tenía una leyenda, que corría como válida en todos sus establecimientos, donde jamás faltaban testigos dispuestos a dar fe de ella.
Al llegar el invierno, aparecía siempre en la plaza algún aragonés viejo llevando a la zaga un muchacho, como bestezuela asustada. Le habían arrancado a la monótona ocupación de
cuidar las reses en el monte, y le conducían a Valencia para «hacer suerte», o, más bien, por librar a la familia de una boca insaciable, nunca ahíta de patatas y pan duro.
El flaco macho que los había conducido quedaba en la posada de Las Tres Coronas, esperando tomar la vuelta a las áridas montañas de Teruel; y el padre y el hijo, con traje de pana deslustrado en costuras y rodilleras y el pañuelo anudado a las sienes como una estrecha cinta, iban por las tiendas, de puerta en puerta, vergonzosos y encogidos, como si pidiesen limosna preguntando si necesitaban un criadico.
Cuando el muchacho encontraba acomodo, el padre se despedía de él con un par de besos y cuatro lagrimones, y en seguida iba por el macho para volver a casa, prometiendo escribir pasados unos meses; pero si en todas las tiendas recibían una negativa y era desechada la oferta del criadico, entonces se realizaba la leyenda inhumana, de cuya veracidad dudaban muchos.
Vagaban padre e hijo, aturdidos por el ruido de la venta, estrujados por los codazos de la muchedumbre, e insensiblemente, atraídos por una fuerza misteriosa, iban a detenerse en la escalinata de la Lonja, frente a la famosa fachada de los Santos Juanes. La original veleta, el famoso Pardalot, giraba majestuosamente.
—¡Mia, chiquio, qué pájaro!... ¡Cómo se menea!... —decía el padre.
Y cuando el cerril retoño estaba más encantado en la contemplación de una maravilla nunca vista en el lugar, el autor de sus días se escurría entre el gentío, y al volver el muchacho en sí, ya el padre salía montado en el macho por la Puerta de Serranos, con la conciencia satisfecha de haber puesto al chico en el camino de la fortuna.
El muchacho berreaba y corría de un lado a otro llamando a su padre. «¡Otro a quien han engañado!», decían los dependientes desde sus mostradores, adivinando lo ocurrido; y nunca faltaba un comerciante generoso que, por ser de la tierra y recordando los principios de su carrera, tomase bajo su protección al abandonado y le metiese en su casa, aunque no le faltase criadico.
La miseria del lugar, la abundancia de hijos y, sobre todo, la cándida creencia de que en Valencia estaba la fortuna, justificaban en parte el cruel abandono de los hijos. Ir a Valencia era seguir el camino de la riqueza, y el nombre de la ciudad figuraba en todas las conversaciones de los pobres matrimonios aragoneses durante las noches de nieve, junto a los humeantes leños, sonando en sus oídos como el de un paraíso, donde las onzas y los duros rodaban por las calles, bastando agacharse para cogerlos.
El que iba allá abajo se hacía rico; si alguien lo dudaba, allí estaban para atestiguarlo los principales comerciantes de Valencia, con grandes almacenes, buques de vela y casas suntuosas, que habían pasado la niñez en los míseros lugarejos de la provincia de Teruel guardando reses y comiéndose los codos de hambre. Los que habían emprendido el viaje para morir en un hospital, vegetar toda la vida como dependientes de corto sueldo o sentar plaza en el ejército de Cuba, ésos no eran tenidos en cuenta.

Al hacer la estadística de los abandonados ante la velada de San Juan, don Eugenio García, fundador de la tienda de Las Tres Rosas, figuraba en primera línea.”
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