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domingo, 1 de julio de 2012

Julio2012/Miscelánea. PÍO BAROJA Y TERUEL

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LOS ORIGINALES DE TERUEL
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Pío Baroja
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CAPÍTULO VII
Como ve usted, Teruel –dijo el profesor Golfín- es una ciudad colocada en la meseta de una colina y casi rodeada de barrancos. La superficie de la muela en que se sienta la urbe es irregular y ofrece su punto más alto en la plaza de la Judería.
En tiempo de la guerra carlista tenía Teruel todavía murallas, con sus aspilleras correspondientes; explanadas y garitas en los ángulos; las puertas, en número de siete, estaban guardadas por la Milicia nacional. El señor Golfín y Alvarito necesitaron dar explicaciones a los milicianos para entrar en la ciudad.
Alvarito fue a hospedarse a una fonda de la calle de los Ricos Hombres.
Teruel es una ciudad en donde la meseta hispánica se va asomando a Levante; es un punto en el cual la tierra, seca, áspera y ruda, se acerca a la huerta fértil y bien regada. El Turia pasa por cerca del cerro, en donde se encuentra la población.
Alvarito suponía que Teruel sería un poblacho sin carácter; pero se quedó un poco sorprendido al ver la plaza de la Catedral, las varias torres airosas y ornamentadas, la Plaza Mayor con sus tiendas, y el acueducto con los arcos, con cierta grandeza, como obra de romanos.
El señor Golfín le habló del arquitecto o maestro de obras francés que supo levantar la torre mudéjar de san Martín cuando se caía, porque se le desgastaban los cimientos, apuntalarla con vigas y reparar su base.
El señor Golfín invitó a comer en su casa a Alvarito, y conoció a su familia y a una muchacha turolense, amiga de la hija del profesor, rubia, pequeña un poco desdeñosa, muy redicha y muy perfilada.
Con la hija del señor Golfín y con su amiga paseó Alvarito por los arcos de la plaza Mayor, produciendo la curiosidad del público, formado por militares y por estudiantes.
El señor Golfín tenía amigos, compañeros del profesorado; pero no estaba muy satisfecho de ellos, porque no consideraban la ciencia con la seriedad necesaria. Uno, profesor de Física, hombre de unos sesenta años, encorvado, con la cara arrugada, curtida, de mal color, los ojos pálidos y el bigote blanco, amarillento, caído, contaba este rasgo de humorismo suyo, que lo repetía a todos los conocidos, y que producía la estupefacción del señor Golfín.
Antes –dijo el profesor de Física a Alvarito-, nuestra ciudad se estaba poniendo en ridículo. Llegaba el verano, venían las temperaturas máximas de toda España y se leía en el periódico: “Máximas en Teruel, cuarenta grados a la sombra”. Entraba el invierno, se cogía el periódico, y se leía: “Mínima, en Teruel, doce grados bajo cero”.Desde que yo estoy ocupado de las observaciones metereológicas, ya no pasa esto; ni el termómetro sube ni baja tanto, y Teruel no se pone en ridículo.
Otro de los amigos del Golfín era el señor González Carrascosa, el arqueólogo. El señor Carrascosa estudiaba los monumentos de la provincia de Teruel, pero sólo los de la provincia; los demás no le interesaban nada. Alguna vez que había estado algún arqueólogo en Teruel, el señor Carrascosa, como hombre amable, le acompañaba por todas partes y le servía de cicerone, hasta dejarle, como le decía, en los límites de la provincia. Más allá de los límites de la provincia, el mundo no le interesaba.
Con el señor Carrascosa. Alvarito contempló la iglesia donde se encuentran el amante y la amanta, como se dice en el pueblo: la torre de San Martín, con sus mosaicos, sus arabescos y leyendas, y el arco ojival, una de las entradas del pueblo; vio también el antiguo colegio de jesuitas, entonces convertido en cuartel, y su iglesia magnífica, de gusto barroco, con unos decorativos miradores, y el cuadro de Las once mil vírgenes, de Antonio Bisquet, en la catedral.
En una de aquellas visitas, el señor Carrascosa le presentó, aun pintor bajo, moreno, de color bronceado, pelo y barba negrísimos y muy velludo. Este pintor, de origen valenciano, se llamaba Fúster. Fúster trabajaba en un desván grande del colegio de jesuitas, donde tenía su estudio. Vivía pintando algunos estandartes para las iglesias de los alrededores, quemadas durante la guerra. Al conocer a Alvarito, le invitó a ir a verlo.
Alvarito fue al estudio, y Fúster le enseñó sus estandartes y algunos retratos que pintaba, de colores muy violentos, que le sorprendieron.
Estando allí apareció un señor alto, al parecer extranjero, aunque conocía muy bien el castellano, que se puso a hablar con el pintor. Este señor era hombre de edad indefinible, muy esbelto, ojos claros y grises, la nariz bien hecha, la cara larga, la mandíbula grande, la mano fina y aristocrática. Habló con gran elegancia, y Alvarito quedó muy sorprendido por las ideas, que a él le parecían nuevas, que tenía sobre la guerra y sobre el arte.
Cuando el señor se marchó, Alvarito le preguntó al pintor:
¿Quién es este hombre?
-No sé; es un señor recién llegado, que quiere comprarme un cuadro.
Fúster tenía aire de salvaje, era hombre violento, expresivo y tan velludo, que, según él mismo contaba, una muchacha le había dicho una vez: “Chuiquio, por poco naces burro”. Fúster sentía gran entusiasmo por su arte, y momentos de desilusión y de tristeza.
Alvarito intimó rápidamente con él, y le vio pintar sus santos y sus retratos.
Alvarito quedaba muy sorprendido al ver los colores que empleaba Fúster. Él no veía aquellos verdes ni aquellos amarillos que ponía el pintor velludo en las caras de las personas.
Yo me figuro lo que es pintar –decía Futre-; pero no pintaré nunca.
¿No se empeñará usted en poner colores que no hay? Yo no veo ese verde en las caras –indicó Alvarito.
Usted dice que no ve eses verde en las caras; pues lo hay. ¡Qué desesperación!; la gente no ve las cosas como uno las ve. A mí me gustaría buscar el carácter  de las figuras; pero ahora no puede usted pintara una mujer, ni siquiera a un hombre, tal como es, sin que crean que les has afeado y le han puesto más viejo. ¿Usted ha visto la familia de Carlos IV, pintada por Goya en Madrid.
Pues allí están pintadas gentes de la familia real, con sus narices, con sus colores, con el parche en la sien de una vieja fea con aire de lechuza. Ahora, no; ahora no puede usted pintar así. La hija del zapatero tiene que ser una ninfa, el mondonguero debe aparecer como un prócer, el carnicero quiere que le retraten de levita.
El pintor acompañó  a Alvarito a ver la antigua techumbre de la catedral, con artesonados y pinturas ocultas desde hace tiempo por una bóveda moderna.
Fúster llevaba una vela, la encendió. Vieron las pinturas con su luz. Estaban representados todos los oficios, hasta la ramera y el verdugo.
Después de contemplar con atención aquellas tablas pintadas, el pintor y Alvarito salieron al tejado de la catedral. El pintor llevaba un poco de pan y queso y una botella de vino para merendar.
Lo que me atormenta –dijo Fúster- es la idea de que la pintura no tiene objeto; nadie cree que haya en ella problemas. Yo viviría a gusto en un convento, estudiando a los maestros y viendo si podía añadir algo a su obra. Pero, ¿para qué? Cabrera si tiene objeto, y Mendizábal también; pero la vida de un pintor no se comprende, es una estupidez; lo mejor sería tirarse desde aquí a la calle y acabar de una vez.
Entre frase y frase desesperada, el pintor daba un tiento a la botella.
En España todo tenía que ser así –pensó Alvarito-; todo roto, desgarrado y triste.
Mientras hablaba el pintor, Alvarito contemplaba los tejados del pueblo y la luz del sol en las torres de ladrillo. Al mismo tiempo ponía en claro las sensaciones que se experimentan en el tejado de una catedral.
Quizás Alvarito había soñado alguna vez endentarse sobre un aroca negra en el Atlántico, junto al cabo Norte; en cruzar un canal de Venecia oyendo a un gondolero cantar una barcarola; en pasar en una gabarra por un de los canales de Rótterdam o de Hamburgo; en mirar desde una villa napolitana los pinos que se destacaban en el Mediterráneo azul. Quizá soñó en cruzar el mar de los sargazos o el cabo de Hornos en un velero, o en ver bailar a las cortesanas de la reina Pomaré, púdicamente desnudas; lo que, sin duda, no había soñado nunca era en merendar en el tejado de la catedral de Teruel una  tarde de primavera.”
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